/Fuente: Colegio de Veterinarios de la Provincia de Buenos Aires /

Cristina supo desde siempre que su camino estaría vinculado a la veterinaria: fue una vocación que creció con ella. Hija de dos veterinarios —su mamá dedicada a pequeños animales y su papá, a grandes—, creció en un entorno donde la medicina veterinaria no era solo una profesión, sino una forma de vivir y de mirar el mundo.
“Yo me crié en una veterinaria. Desde muy chica asistía a mi papá en el campo, y a los 13 años ya ponía mi primer intramuscular. También era instrumentista en cesáreas y presentaba terneros en pista”, cuenta Cristina, dejando en claro que su formación no comenzó en la universidad, sino muchos años antes, en la práctica cotidiana. A eso se suman recuerdos de infancia como viajar en la camioneta de su abuelo con terneros maneados o criar pichones que encontraba. Todo ese universo la conectó desde el inicio con la vida rural y con una vocación definida.
Luego de formarse y adquirir experiencia en diferentes espacios —desde un hospital en Buenos Aires hasta un haras en Olavarría—, Cristina volvió a Navarro, su pueblo, para acompañar a su padre tras un accidente. Allí formó su familia y consolidó su camino profesional: comenzó realizando anestesias en la veterinaria de sus padres y atenciones a domicilio, pero con el tiempo se fue orientando con decisión hacia los grandes animales, en especial dentro del ámbito rural.
Aunque su recorrido incluye múltiples tareas —desde cirugías a campo hasta el estudio de animales exóticos—, su conexión con el trabajo en el campo es lo que marca su identidad. “Siempre disfruté estar al aire libre, rodeada de animales y de la calidez de la gente del campo”, afirma. Esa cercanía también le permitió vincularse con una de las áreas más exigentes de la medicina veterinaria: los tambos. Desde 2003 trabaja en establecimientos lecheros, enfocándose en sanidad, recría, mastitis, podología, seguimiento informático y planes reproductivos. Hoy continúa vinculada a esta actividad, con un rol clave en tareas sanitarias como la vigilancia de brucelosis y tuberculosis.
Pero Cristina no se define solo por su conocimiento técnico, sino también por una mirada amplia del trabajo veterinario. “Hoy, la práctica no es solo clínica. Hay que entender el sistema completo, la realidad del productor, del personal de campo, y tener una mirada humana. El veterinario debe brindar herramientas para que el equipo comprenda el proceso y sea parte de la solución”.
Su trabajo trasciende el plano animal. Un ejemplo conmovedor es el de un tambo familiar donde, tras detectar tuberculosis en el rodeo, Cristina también advirtió una lesión dérmica en uno de los dueños. Gracias a su insistencia y seguimiento, logró que el caso llegara a diagnóstico médico, salvando probablemente la vida de esa persona. “Ahí entendés que nuestra labor es mucho más amplia. Como decía Pasteur: la medicina salva al hombre, pero la veterinaria salva a la humanidad”.
Entre sus anécdotas hay espacio para emergencias en la madrugada, partos complicados en medio del invierno, traslados en bicicleta o remís, y situaciones que exigieron coraje y empatía. “Muchas veces dejé la mesa familiar para salir a una atención. Mi familia ha sido siempre parte del trabajo: desde armar una férula para un caballo, hasta acompañarme en sanidades o partos. Esta profesión demanda compromiso, tolerancia y un fuerte apoyo del entorno”.
Cristina eligió ejercer como profesional independiente, sin un local físico, lo que le permitió tener mayor flexibilidad para conciliar su rol como madre y como veterinaria.
Su mensaje para los jóvenes colegas es claro: “Hay que amar esta profesión y defenderla. El reconocimiento llega con el trabajo diario. Es una carrera hermosa que te gratifica todos los días, aunque al principio no sea fácil. Lo importante es no bajar los brazos y confiar en que el conocimiento y la experiencia van haciendo su camino”.